
14 Jul El misterio de los renos enanos de Svalbar
Aquella mañana de verano era soleada y relativamente cálida para las latitudes en las que nos encontrábamos, en el último trozo de tierra existente antes de llegar al mismísimo Polo Norte, las islas Svalvard (Noruega).
Una pequeña franja de tundra musgosa, descolgada desde los acantilados de los montes tallados a pico por el hielo, y que llega al borde mismo de sus playas de grava a través de una corta planicie, es todo lo que tiene el herbívoro terrestre más norteño del planeta para poder sobrevivir; el reno enano de las Svalbard (Rangifer tarandus platyrhynchus)
Este reno, es la subespecie más pequeña de reno existente ya que de media los machos rondan los 65-90 kg, cuando generalmente un macho de reno adulto puede alcanzar los 180 kg y las hembras, más pequeñas, se encuentran entre los 50 -70 kg en Svalbard, mientras una hembra puede llegar a los 120 kg en latitudes más sureñas. ¿A qué misterio obedece el enanismo de esta especie de cérvido? Yo había llegado allí entre otras cosas para observar a la especie y descifrar este enigma.
Y no menos enigmática que su reducido tamaño es la presencia de este singular animal en las islas del que existen restos fósiles de al menos 5.000 años de antigüedad. Se piensa que estos animales habrían llegado nada menos que caminando a través del hielo marino helado del invierno desde la lejana Tierra de Francisco José o de Nueva Zembla, en lo que debió ser toda una odisea de supervivencia.
Los renos de Svalbard actualmente tienen una vida tranquila sólo alterada por los mosquitos, por lo que estos cérvidos suelen buscar alivio cerca de los neveros remanentes en el verano donde los mosquitos no se acercan.
Durante el corto verano polar, los renos dedican todo su tiempo a comer, sacando el máximo partido energético a una época en la que los días duran 24 horas. Es la capa de grasa obtenida durante estos meses la que favorecerá que durante el invierno estos rumiantes puedan sobrevivir de los pocos líquenes que quedan adheridos a las rocas. Los excrementos de los renos fertilizan el suelo y permiten la dispersión y crecimiento de las semillas de los pastos de los que se alimentan en un ciclo biológico perfecto.
En el extremo invierno polar, la exigua vegetación no sólo debe soportar ser recubierta durante meses de una gruesa capa de nieve sino que además debe sobrevivir a una noche perpetua de varios meses de duración donde evidentemente las plantas, no pudiendo hacer la fotosíntesis, terminan muriendo y con ello el alimento del reno. Esta es la causa del compulsivo acopio de alimentos que estos animales hacen durante el verano polar, convirtiéndose, literalmente, en auténticas máquinas cortacésped.
Los acantilados de la tundra cercanos al mar durante la primavera y verano se llenan de vida. Aves marinas como las gaviotas tridáctilas o los mérgulos, anidan aquí. Estas grandes colonias estacionales de aves son fundamentales para la dieta de los esquimales (inuit) del sur-oeste de Groenlandia que los capturan con redes y consumen, hervidos, e incluso fermentados en una época donde la ausencia de hielo de sus costas les impide la caza de focas.
El zorro ártico es otro oportunista depredador de las aves marinas, especialmente de pollos volantones que inexpertos, literalmente se tiran desde los acantilados en sus fauces durante sus primeros vuelos.
En invierno estos pequeños mamíferos depredadores de no más de 66 cm de longitud, de los que la mitad es cola, poseen un tupido pelaje blanco que les camufla a la perfección con el entorno, el cual como se ve en las imágenes, muda en primavera para hacerse más ligero y de tonos ocres en concordancia a su medio. Animales de gran olfato y oído, ágiles, oportunistas, y muy veloces, ven en la primavera y verano una época de felicidad y abundancia.
Entre las adaptaciones que posibilitan la supervivencia de los renos en estas latitudes donde el invierno cubre de hielo el paisaje por completo, destaca la lana de su cuerpo, que con la llegada de los intensos fríos invernales les crece a modo de abrigo, dándoles un aspecto aún más paticorto y rechoncho del que ya hacen gala en verano estos renos enanos. Poseen visión ultravioleta adaptada al blanco polar y sus pezuñas muy anchas, como las de esta hembra de pequeña cornamenta, son unas magníficas raquetas de nieve para no hundirse en el hielo al caminar, ni tampoco en las esponjosas y encharcadas praderas de tundra del verano.
Los renos son los únicos cérvidos en los que ambos sexos poseen astas, que en el caso de estos machos de cuerpos cortos y paticortos, resaltan especialmente por su gran tamaño en comparación al resto del cuerpo. Las hembras no obstante, tienen unas astas mucho más finas y reducidas. Los machos perderán sus formidables astas tras la “berrea”, cosa que ocurre de finales de septiembre a octubre, época de celo en la que pelean con otros machos para expulsarlos del territorio donde se encuentran las hembras y formar un nutrido harén. Las hembras mantendrán sus finas cornamentas todo el invierno, perdiéndolas a finales de mayo o junio tras la paridera de su única cría. El que las hembras no pierdan la cornamenta durante el invierno tal vez sea una adaptación defensiva para, llegado el caso, proteger a su cría del año anterior de los depredadores.
Una característica del paisaje de tundra en verano son sus numerosas charcas, formadas por el acúmulo de agua de la nieve fundida que no puede ser absorbida por el sustrato debido al “permafrost”, o capa de suelo subterráneo que permanece helada todo el año impidiendo que el agua de deshielo penetre, lo que hace que el suelo de la tundra sea un suelo húmedo y encharcado en los meses estivales.
Esta humedad, unido a las temperaturas más suaves, favorecen la reproducción de diversas especies de plantas como la Silene acaulis, y forma hermosas praderas de hierba de algodón (Eriophorum scheuschzeri).
En otros lugares de Svalbard, donde las corrientes convectivas de los vientos glaciares desvían las nubes impidiendo que llueva, se origina una tundra fría y seca donde aparentemente la vida es imposible. Sin embargo sobre sus rocas crecen una variedad multicolor de especies de líquenes. Entre los recovecos que mantienen algo de humedad y a resguardo de los vientos helados enraízan especies como la Oxyria digyna, Saxifraga, el ranúnculo nival (Ranunculus nivalis), o la amapola ártica (Papaver dahlianum). Otras plantas se adaptan a las duras condiciones que impone la tundra incluso en verano, acoplándose al suelo para disminuir su superficie de contacto al viento helado, creciendo en forma de cojinetes como las Silene o el Cerastium articum.
Mientras seguía mi viaje de observación de estos renos enanos, intentando averiguar la causa de su pequeño tamaño, me fui encontrando con otras especies características y misteriosas del ecosistema de tundra, como la barnacla cariblanca (Branta leucopsis), muy ligada al Ártico y al mar, como casi todos los seres vivos que viven en Svalbard, ya que sus poblaciones de cría se limitan a Groenlandia, Nueva Zembla y Svalbard. Las barnaclas llegan a Svalbard en mayo, construyen su nido en islotes o lechos de acantilados de difícil acceso para su peor enemigo, el zorro ártico, al que le encanta buscar y devorar sus puestas de 4 – 5 huevos. Tras unos 25 días de incubación nacen los pollos y entonces toda la familia se muda a la tundra para pasar el día alimentándose de sus plantas. Tras la muda que ocurre entre julio y agosto, las barnaclas migran hacia Escocia dejando silenciosas las tundras de Svalbard.
En las costas de Irlanda durante la edad media y posteriormente, existía una leyenda sobre estas aves, a las que los lugareños consideraban misteriosas, al verlas aparecer siempre desde el mar en otoño, sin que nunca hubieran podido constatar la presencia de nidos, huevos o pollos en tierra firme, lo que les hizo pensar que las barnaclas no eran aves si no seres marinos, extraños peces, que debían surgir nada menos que por la modificación de otros seres extraños que en ocasiones llegaban también a sus costas y con los que aquellos hombres encontraban cierta similitud morfológica; los percebes. Según la creencia popular de la época, los percebes eran unos “gusanos” con una cáscara que les recordaba al pico de un ave y que llegaban flotando también a sus playas en troncos o ramas a la deriva. Pues bien, los antiguos irlandeses, tras unir tales fenómenos de la naturaleza en uno solo, llegaron a la no poco original conclusión de que los percebes aparecían en los troncos por generación espontánea, se nutrían de la madera muerta y tras crecer se convertían en barnaclas que se soltaban del tronco y aparecían volando en sus costas…
Entre mitos y leyendas nórdicos, yo seguía observando a aquellos renos para mí tan mágicos como los mismísimos unicornios, ya que su aparición en un trozo de tierra en medio del Ártico y su evolución adaptándose y logrando sobrevivir a aquel medio hostil me parecía fascinante. Pero no todos los tiempos fueron buenos para estos renos ni para la fauna de las Svalbard, sino más bien todo lo contrario. Actualmente por todo el archipiélago quedan restos de los asentamientos de balleneros que durante el s. XVII y XVIII perpetraron tremendas matanzas por el aceite y otros productos que se extraían de focas y ballenas y de cuyos esqueletos y restos muchas de las playas de Svalbard dan testimonio. Después durante el s. XIX y XX, llegaron los tramperos, que pasaban el invierno en las islas para cazar osos polares, zorros y renos en el momento en que hacían gala de sus más mullidos y hermosos pelajes. El reno además, cumplía la función de alimentar a aquellos cazadores, con lo cual pasó de una población de varios miles a unos pocos centenares, llegando a estar en riesgo de desaparecer, con lo que se hubiera perdido esta variedad de reno enano única. Finalmente los noruegos protegieron la especie en 1.925 y desde entonces se ha recuperado y no ha dejado de crecer. Actualmente el reno de Svalbard es un animal abundante y confiado que permite la aproximación de los humanos a los que no identifica ya como enemigos, lo cual puedo constatar.
Mi aventura de los renos terminaba, y después de mi acercamiento y tantas horas de observación me veía capaz de resolver el misterio de su pequeño tamaño, gracias a unas patas desproporcionadamente cortas en comparación a los renos continentales, que habían evolucionado por selección natural para acercar el cuerpo de aquellos singulares animales al suelo lo más posible, reduciendo su exposición al frío y al viento, y con ello la pérdida de calor.
Resuelto el enigma, llegaba la hora de proseguir mi viaje polar a la búsqueda de nuevos misterios por resolver, presentía que la aventura no había terminado…
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