
28 Feb El Oso Polar; el espíritu del mar hielo.
Navegaba en el Ortelius, un barco rompehielos de construcción polaca que antaño había servido a la Academia Rusa de Ciencias en sus investigaciones polares. El sol eterno del verano Ártico, inmóvil las 24 horas del día en su trocito turquesa de cielo, hacía refulgir la inmensidad helada de una banquisa polar infinita. Nos encontrábamos a la altura de Nordaustlandet, que como su nombre indica es una isla del archipiélago de las Svalbard situada al nordeste de Spitzbergen, su isla principal, en pleno Círculo Polar Ártico. Llevaba 4 días de navegación costeando las islas en dirección norte, filmando y fotografiando aquellos paisajes desabridos y solitarios en apariencia, pero todavía poblados de una rica fauna, integrada por los animales descendientes de los pocos supervivientes de las matanzas que los balleneros del siglo XVII habían perpetrado en estas remotas aguas, con el fin de lucrarse con la preciada grasa de foca y ballena que se usaba por aquel entonces como combustible. Pero aquellos tiempos de extinciones masivas que llevaron a especies tan emblemáticas como las morsas a desaparecer por completo de Svalbard, afortunadamente eran ya sólo historia. Ahora los barcos que como mi barco, el Ortelius, se dejan caer por estas inmensidades heladas, tienen otros fines mucho más amables, pues aunque la caza sigue siendo su principal objetivo, ahora ésta es tan sólo fotográfica. Y en ese lance me encontraba yo, deseoso de cumplir el sueño de poder retratar al auténtico espíritu del mar del hielo, el mamífero depredador terrestre más grande del planeta; el oso polar.
Navegábamos paralelos a aquellas islas pardas, casi de chocolate, que desprovistas de vegetación como consecuencia del frío de la tundra, parecían surgir de la nada marina. Una de las cosas que más me llamó la atención en aquella navegación fue el color del mar. El mar en el Ártico es muy oscuro, de un gris casi negro que contrasta aún más con el hielo de la banquisa. En aquel instante todavía navegábamos por aguas abiertas, sin más indicio del hielo que algún pequeño iceberg que flotaba a la deriva desprendido de los numerosos glaciares que discurrían por los valles de las islas hasta morir en el mar. Mientras andaba distraído fotografiando a los fulmares (Fulmarus glacialis) que perseguían nuestro barco sobrevolándonos a pocos metros de cubierta en rápidas pasadas, sonó la voz de “por ahí resopla”. Era mi primera ballena de aquella expedición y la segunda que había visto en mi vida. Corrí raudo a la zona de cubierta donde se escuchaba el alboroto llegando en el instante justo para poder ver a duras penas un chorro de agua a presión de unos 6 metros de altura que salía como un géiser desde la superficie del mar en calma. Apunté mi cámara con ajetreado nerviosismo hacia la zona de mar donde había observado aquel chorro con la esperanza de que el leviatán hiciera de nuevo acto de presencia. El destino no me defraudó y de súbito, ante mis ojos, sacó sus orificios de respiración un inmenso rorcual común (Balaenoptera physalus). Seguidamente un cuerpo inmenso comenzó a surgir de las aguas, metros y metros de carne parda se arqueaban sin fin delante de mi cámara hasta que finalmente apareció una pequeña aleta dorsal y por último una enorme cola bilobulada que en sigiloso y ágil coletazo se hundió en los abismos negros del mar Ártico. Sin duda que el viaje prometía aunque por el momento de osos, nada.
Pero nuestra suerte iría cambiando paulatinamente, así uno de los días en los que nos disponíamos a bajar en zódiac a la costa para observar de cerca una colonia de aves marinas, pudimos detectar muy lejos sobre una loma, la presencia de una aparente bola blanca en movimiento que contrastaba notablemente en el pardo musgoso de los cantiles por los que caminaba a ritmo pausado pero seguro. Sin duda se trataba de un oso polar que se dirigía directo a aquellos acantilados con la esperanza de atrapar algún pollo volantón despistado que tuviera la mala fortuna de pasar cerca de su hambriento hocico. Aunque fue emocionante intuir en la distancia la silueta del oso polar a través de mis prismáticos, para mí no era suficiente. Quería más. Empezaba a dudar seriamente de si conseguiría una instantánea reconocible del gran coloso blanco. Días después, durante otra de nuestras aproximaciones en zódiac a la costa para fotografiar a una de las varias colonias de cría de araos y otras aves marinas que en el corto verano Ártico pueblan los cantiles más inaccesibles de las Svalbard, avistamos a una foca barbuda (Erignathus barbatus), una de las presas favoritas de los osos polares y todo un indicativo de que los hielos marinos no debían flotar ya muy lejos. Y era precisamente allí, en la banquisa, donde tenía mis esperanzas de tener un mejor avistamiento del oso.
Recuerdo una mañana cuando recién levantado de la cama retiré la cubierta de hierro del ojo de buey de mi camarote para echar un vistazo al exterior. Quedé helado, y nunca mejor dicho, al ver como el mar se encontraba totalmente cubierto por enormes costrones de hielo a la deriva que en algunas zonas chocaban formando una placa de hielo continuo inmensa. Por fin nos adentrábamos sigilosamente en la banquisa polar. El mar de hielo, el reino del oso polar. Tras un nutrido desayuno salí a cubierta para contemplar el mar, convertido ahora en una inmensidad blanca bajo un sol que parecía anclado a media altura sobre el horizonte. Todo lo que alcanzaba mi vista y más allá era hielo. El barco partía la banquisa a su paso mientras la bruma borraba los contornos de la lejanía convertida en un tapiz blanco de un infinito tan inmaculado que desorientaba. El silencio era absoluto, impactante y a la vez hermoso. La paz que se respiraba era inmensa, tanto, que pensé si no fuera posible que hubiera pasado a mejor vida sin saberlo y estuviera en aquel instante navegando por el cielo. Fue entonces cuando un aviso de megafonía me sacó de mi ensoñación. Dos osos polares se acercaban en dirección al barco caminando por la banquisa helada. Prismáticos y cámara en ristre me dirigí raudo en su busca. Y ahí estaba uno de los osos. Lejos todavía pero ya lo suficientemente cerca como para hacer una filmación reconocible y aceptable. El animal sin duda se encontraba a la búsqueda de su sustento favorito, la foca.
El oso polar (Ursus maritimus), cuyos machos pueden medir 2,6 m de largo y pesar 400 kg, es pese a su aspecto de inocente peluche, un fiero depredador que no duda incluso en atacar al hombre, siendo además el más carnívoro de entre todos los osos. Sus presas más preciadas son la foca anillada (Phoca hispida) y la barbuda (Erignathus barbatus) aunque si el hambre aprieta y se presta la ocasión, el oso polar es capaz de devorar casi cualquier cosa, desde carroñas de cetáceos varados en una playa remota hasta huevos y pollos de aves marinas como ya habíamos tenido ocasión de observar. La técnica de caza favorita del oso polar consiste en deambular por la banquisa a la búsqueda de los cubiles donde las focas esconden a sus crías bajo el hielo y los respiraderos de foca, orificios que estos animales hacen en el hielo bajo el cual pescan, debido a que su condición de mamíferos les obliga a tener que salir a la superficie cada cierto tiempo para inhalar el oxígeno vital. Así pues, aquel oso de andares pesados, que de tanto en tanto elevaba su hocico para husmear el aire, estaba cazando. Pudimos observar cómo tras unos bloques de hielo rotos, el animal se detuvo empezando a rastrear la zona como si de un sabueso se tratara. Finalmente el animal se alzó posándose sobre sus dos patas traseras para, tras un quiebro, dejar caer todo su peso sobre sus patas delanteras aplastando con ímpetu el hielo con la intención de romperlo y acceder al cubil de una foca. Pero en esta ocasión no hubo suerte para el oso. El cubil estaba vacío y el animal siguió su pausado caminar por la banquisa venteando el aire gélido y hociqueando a ras de hielo. Ahora se encontraba rastreando un respiradero de foca y tras encontrar uno de ellos se tumbó paciente a la espera de que un desafortunado pinnípedo asomara su hocico para, de un certero zarpazo y mordisco, matarlo y devorarlo sobre el hielo. Los osos necesitan acumular gran cantidad de grasa para soportar el invierno polar y en especial las hembras, ya que éstas, cuando están preñadas, excavan una guarida en el hielo o en alguna loma de tierra cercana al mar donde se refugiarán desde octubre hasta abril para invernar y dar a luz a sus retoños, debiendo soportar en ocasiones periodos de hasta 8 meses sin probar bocado alguno, lapso de tiempo durante el que viven de su nutrida reserva de grasas. Los pequeños oseznos, generalmente mellizos, que al nacer, acontecimiento que ocurre entre diciembre y enero, pesan unos 0,6 kg, crecerán rápido en el interior de su guarida de hielo. Su amodorrada madre les alimentará con su nutritiva leche que contiene hasta un 36 % de grasa, lo que hace que los cachorros al salir de su madriguera en primavera lleguen a pesar unos 11 kg. Los jóvenes oseznos permanecerán con su madre durante dos años. Pasado este tiempo se independizarán llegando a la edad reproductora sobre los 4 años. Una curiosa característica que se da en estos animales, y una muestra de su perfecta adaptación al frío es que tras las cópulas que se producen generalmente en abril, los nuevos embriones no se implantarán en la matriz de la hembra hasta el otoño. Esta implantación diferida es una adaptación de estos animales para hacer coincidir las parideras con los periodos de hibernación donde en el interior de las guaridas, junto a su madre, los indefensos y diminutos bebés se encuentran más protegidos. Mientras observaba al astuto oso tumbado inmóvil con el hocico apuntando a un charco azulado entre el hielo, a la espera de que una foca asomara la cabeza, comprendí que el objetivo de mi viaje se había cumplido.
Era un 31 de julio. Un alboroto en la cubierta de proa me apercibió que algo importante ocurría. Como ya era costumbre, cámara en ristre, me acerqué a la borda mientras en voz alta, nervioso, pregunté ¿qué ocurre?… ¡un oso! musitó uno de los miembros de la tripulación mientras se llevaba un dedo a los labios indicándome que bajara la voz. ¿Dónde, dónde? Pregunté azorado. ¡Aquí, debajo mismo! Contestó mi guía a media voz. Al asomarme por la borda quedé totalmente sorprendido al ver como un rechoncho animal de más de 300 kg, de un blanco refulgente, hocico negro y pequeños ojillos azabache, avanzaba directo hacia nosotros apenas a unos metros del casco del barco. Aquel oso llegó a estar tan cerca que pude escuchar el crujido de la nieve bajo sus enormes zarpas peludas mientras caminaba. Le apunte con mi cámara, me miró y se alzó frente a mí…un auténtico leviatán blanco del tamaño de un peluche de casi 3 metros, de ojillos inocentes pero alma y hambre depredadora, me estaba olfateando para saber si yo era comestible.
Según la IUCN (Unión Internacional para la conservación de la naturaleza), en su lista roja de especies, el oso polar está catalogado como vulnerable, por lo que está prohibida su caza salvo por usos tradicionales y culturales en el caso de los inuit, popularmente conocidos como esquimales, y siempre bajo estrictas cuotas anuales preestablecidas. Esta situación se da en toda el área de influencia del pueblo inuit que comprende Groenlandia, Canada y Alaska. Así, a nivel global, Canadá es el único país que permite la caza deportiva del oso polar en su territorio. En su conjunto se estima que esta caza legalizada elimina al año entre 700 y 800 ejemplares, lo que siendo la población total de osos estimada entre los 20 000 y 25 000 ejemplares, supone cerca de un 4% de los efectivos de la especie. A esto hay que sumarle las muertes por caza furtiva que sólo en Rusia pueden rondar los 200 ejemplares por año.
Otro factor que amenaza la supervivencia del mayor plantígrado del planeta es la concentración de contaminantes llevados al Ártico por las corrientes oceánicas y que aquí se concentran pese a ser regiones inhabitadas y aparentemente prístinas. Las bajas temperaturas del mar polar donde se disuelven estos contaminantes y por tanto los bajos índices de degradación de los mismos, hace que estas sustancias tóxicas permanezcan largo tiempo en el medio, lo que contribuye a su acumulación. Los contaminantes absorbidos por el plancton pasan a los peces tras ser devorados por ellos y a partir de ahí al resto de la cadena trófica con un efecto acumulador, es decir, que conforme el animal en cuestión es más grande, acumula en sus tejidos, en especial en su grasa corporal, más contaminantes. El oso polar que se alimenta de focas y fundamentalmente de su grasa. Estando en la cúspide de la pirámide alimenticia se ve por tanto notablemente afectado. Los estudios actuales acerca de los efectos de estos contaminantes en la salud de los osos son escasos y por tanto sus resultados poco concluyentes, pero se sabe que en ciertas poblaciones oseras, tales sustancias afectan a su sistema hormonal e inmunológico, lo que a la larga podría poner en peligro a la especie.
Actualmente los científicos que estudian el clima de nuestro planeta no acaban de ponerse de acuerdo acerca de si el calentamiento que sufre nuestro planeta es global y debido a fenómenos naturales explicables, o si por el contrario es causa de nuestra polución. Mucho menos se acaban de poner de acuerdo acerca de las consecuencias de tal calentamiento a largo plazo. Sin embargo los estudios llevados a cabo por la NSIDC (National Snow and Ice Data Centre) de Estados Unidos, máxima autoridad en la materia, confirman que pese a que el deshielo de la banquisa helada sigue un patrón oscilante y no lineal, con los años, la tendencia en el Ártico es a reducir su superficie helada, al revés de lo que ocurre en la banquisa Antártica. De seguir esta tendencia, los osos polares, exclusivos del polo norte, y que necesitan la banquisa marina helada para llevar a cabo su técnica de caza de focas a la “espera”, podrían verse afectados. No obstante, estos animales, tremendamente adaptables y oportunistas, han empezado ya a aclimatarse cambiando tanto sus costumbres como su dieta en ciertos lugares como la bahía de Hudson. Aquí, el hielo marino, algunos años tarda más en llegar de lo esperable y es por este motivo por el que los osos pasan largas temporadas en tierra firme alimentándose de bayas y otros alimentos de origen terrestre, algo parecido a lo que hacen sus primos los osos grizzli. Por todo ello y pese a tantas amenazas que actualmente se ciernen sobre el frágil sistema del Ártico, los adaptables y resistentes osos polares parece que por el momento seguirán caminando entre la tierra, el mar y el hielo, para seguir fascinando al científico o al intrépido viajero capaz de aventurarse en las inexploradas soledades polares.
El Ortelius reanudó la marcha mientras el oso polar, en dirección opuesta a nuestro avance, se alejaba con la misma parsimonia con la que había llegado. Poco a poco su corpachón blanco amarillento fue empequeñeciendo y difuminándose con la inmensidad ebúrnea de la banquisa. La niebla comenzaba a borrar de nuevo los contornos de la línea azul del firmamento sobre el hielo del mar, confundiéndolo todo entre sus matices blancos. Apagué la cámara. Llegaba el momento de poner rumbo al sur y volver a casa para contaros esta historia de osos, de hielos y de silencio.
Ver vídeo de la expedición en el siguiente enlace:
Javier Marcos.
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