
29 Ene Viaje por las islas Svalbard (Noruega): La tundra de Longyearbyen.
De nuevo viajando para vivir una nueva aventura, la de sumergirme en las inmensidades heladas del Ártico noruego. Mi destino, las islas Svalbard, un archipiélago perdido en el Mar de Barents a 78º de latitud norte. Era mi primer viaje al Ártico y por mi cabeza rondaban de forma confusa mil ideas y emociones preconcebidas acerca de lo visto en tantos documentales sobre tierras polares. Ahora tenía la oportunidad de disfrutar por mí mismo de la belleza natural de este apartado rincón del planeta, sus paisajes y su fauna, y comprobar de primera mano el estado de conservación de estas tierras olvidadas entre las nubes y un mar gélido.
Tras bajar del avión en el aeropuerto de Longyearbyen y salir al exterior, uno tiene la sensación térmica de estar entrando en la nevera. Un poste indicativo con las distancias desde allí a las principales ciudades del mundo nos hace conscientes de que nos encontramos en una esquina del planeta, y la señal de peligro “osos” el preludio de toda una aventura.
Longyearbyen es pese su aislamiento geográfico un pequeño centro urbano de unos 2000 habitantes en el que uno encuentra de todo; colegio, hospital, restaurantes, centro deportivo con piscina, museo y una iglesia protestante fundada en 1921.
El origen de Longyearbyen es minero ya que la compañía norteamericana “Artic Coal Trading Company” con base en Boston, fundó en 1904 el pueblo (byen en noruego). En 1916 una compañía Noruega compró los derechos de explotación y abrió 7 minas más en la zona agrandando la pequeña urbe. Actualmente algunas de las minas siguen activas.
Rodeando al pueblo encajado en un fiordo junto al mar, se encuentra una tundra montañosa que no tardé en inspeccionar para encontrarme con sus pequeños habitantes, como el escribano nival (Plectrophenax nivalis). Observé a esta ave recogiendo hierba para su nido, el cual construye entre las grietas de las rocas de la tundra, donde tras emparejarse de mayo a junio, deposita sus huevos. Tuve la suerte de encontrar uno de estos nidos con un pollo bien crecido en su interior, que inmóvil me observaba con asombro, refugiándose en el interior de la oquedad para ponerse a salvo al sentirse intimidado por mi presencia, al igual que haría con un zorro ártico, su depredador natural. Los polluelos de escribano pueden volar a los catorce días de su nacimiento.
En mi paseo por la tundra también pude descubrir entre los musgos y la roca, especies de plantas en perfecta adaptación al clima polar de veranos cortos, como la amapola de Svalbard, cuyas semillas representan una buena fuente de alimento para las aves en momentos de escasez, y pude disfrutar la belleza de los campos de parda tundra pintados de blanco por la hierba de algodón, cuyas emplumadas semillas son arrastradas por los fuertes vientos polares kilómetros de distancia, dispersando la especie.
En verano cuando la nieve y el hielo se deshace, la tundra queda anegada por infinidad de charcas debido al permafrost, capa interna del suelo que permanece congelada todo el año, haciéndolo impermeable y de ahí que la nieve derretida permanezca encharcada en superficie, creando un hábitat de gran valor para las aves.
A lo lejos pude fotografiar un bando de barnaclas cariblancas (Branta leucopsis), especie de gansos migratorios que permanecen en sus cuarteles de cría como las Svalbard entre mayo y septiembre.
Esta especie es fitófaga. Su dieta la componen hojas, raíces y semillas. La barnacla cariblanca suele anidar entre mayo y julio en pequeñas colonias de entre 5 y 50 parejas, llegando hasta 150 parejas, aunque también puede anidar aisladamente. Utiliza la misma zona de anidamiento año tras año. El nido consiste en una depresión poco profunda situada en la tundra semidesértica, los salientes de acantilados, o en la parte superior de montes y afloramientos rocosos. Su nidada suele constar de 4-6 huevos blancos. La hembra incuba los huevos durante unos 25 días. Una vez nacidos los polluelos, los adultos mudan el plumaje y pierden su capacidad para volar durante 3 o 4 semanas en julio y agosto siendo estos momentos muy difíciles para su supervivencia.
Estas aves anidan en lo alto de acantilados inaccesibles, en aquellos lugares donde se encuentran sus principales depredadores; el zorro ártico o el oso polar. Al igual que los demás gansos, los adultos no alimentan a los polluelos, por lo que los recién nacidos de nidos situados en altas cornisas rocosas tienen que bajar al suelo para poder alimentarse, llegando incluso con tan sólo tres días de edad, e incapaces de volar, a tener que arrojarse al vacío a la llamada de sus progenitores, para caer planeando y a trompicones entre las rocas desde alturas que pueden llegar a los 120 m. Gracias a su poco peso y su mullido plumón la mayoría de ellos resultan ilesos del impacto final de la aparatosa caída. Los polluelos tardan en desarrollarse unas 7 semanas hasta conseguir volar.
Durante mi paseo por la tundra también pude avistar al charrán ártico (Sterna paradisaea), incansable ave viajera que acude a Svalbard para anidar sobre el mes de mayo y que tras acabar la temporada de cría en agosto, realiza el mayor viaje migratorio hecho por ave alguna en el planeta, ya que el charrán inverna en la Antártida, realizando el viaje del polo norte al sur del planeta, unos 32000 km cada año, para vivir en una eterna primavera polar. Estas aves anidan en colonias a ras de suelo en la tundra por lo que defienden sus nidos de los depredadores con ahínco, siendo muy agresivas como pude comprobar, ya que tras sorprender a una de ellas en el suelo, no dudó en lanzarse a mí para expulsarme de su territorio entre chillidos y picotazos.
Entre las charcas y arroyuelos de deshielo de la tundra no es difícil encontrar limícolas como el correlimos oscuro (Calidris maritima), otro gran viajero que llega a esta tundra húmeda a anidar en los meses más cálidos. Esta avecilla de caminar nervioso se alimenta fundamentalmente de invertebrados que encuentra entre las charcas, plantas y piedras de la tundra.
Al final de la tundra de Longyearbyen dormía un glaciar, río eterno de hielo que mengua de manera natural en verano con el deshielo producido al aumentar hasta unos 9 grados sobre 0 la temperatura estival. Entre las grietas del glaciar se podía divisar la inmensa cantidad de agua que el derretimiento del hielo produce y que baja por la pendiente hacia el valle, ya convertido en arroyo de montaña, para sumergirse en el mar de Barents tras atravesar Longyearbyen.
Estas tierras desoladas de exótica belleza me habían recibido con una dulce hospitalidad. Hacía buen tiempo y mañana yo embarcaría para circunnavegar las Svalbard en dirección a la banquisa polar. Pero esa será mi siguiente historia…
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